Al Cirujano del Cielo...
Tras nueva caída al vacío, renací y elevando alas me lancé sin miedo al océano profundo y oscuro de las aguas que un día te prometí. Fuera del tiempo y del espacio convenido, no sé si importa, no sé si huibiera sido mejor de otro modo... al fin di a luz... al fin se acabó un parto demasiado largo, el hijo encogido en mi vientre, aullando de dolor por salir.
Mar.
Resucitar en el árido cielo de un mar exiliado del universo
Pataleo dentro del ataúd; la tierra húmeda filtra la saliva del cielo y la bebo. Azul, respiro bocanadas de ocaso; pataleo y agito la cabeza hasta que consigo agrietar el montón de nube que me entierra… y amanezco, rebroto, emerjo como una planta demente, huérfana y paralítica que babea un lenguaje recién aprendido.
Respiro. Me unto del tejido celeste que me acoge. Apalabro sentencias que mi mirada propala allende las narraciones.
Respiro. Sudo líquido amniótico (como escarcha moribunda) que las linternas de la noche lamen o sorben con el afán de competir (jugosas) con el cántico de los grillos (neo-sirenas terrestres). Shh, silencio… Desato las huellas de mi porvenir, las abandono en el lecho marino de mi tumba recién abandonada, y avanzo sin pasos hacia ese horizonte difuminado que la madrugada decapita. Avanzo sonriente, recién resucitado, hacia la absoluta oscuridad de lo concluido…, de lo decaído. Soy un acróbata de lo desvanecido, el prestidigitador barato que troca esperanzas en iluminaciones fugaces.
Deambulo esquelético de sentido hacia la dirección obtusa de tu cuerpo en la lejanía. Me callo, desprendo muerte y carne, vida y pellejo en este tránsito que me lleva desde mi ataúd hacia ninguna parte.
He abandonado el cementerio de palabras que bajo tierra me recitaba todo lo logrado; la tumba donde yacía derrotado y convencido. Seis años después me incorporo de este marasmo de sentido, pena, amor y delicia y alzo los miembros, como un vulgar Lázaro desaventajado que siquiera tiene el privilegio de contemplar a Cristo frente a su decrépita desnudez.
Alcanzo la orilla nublada de tus antiguas caricias. Paseo sin recuerdos sobre ese cálido manto mentiroso de silencio que dibuja sobre mi piel la condena de no volver a verte nunca más.
Muerto, resucitado tras los años, abrazado a este cadavérico osito de peluche que es mi esperma macerado en tu corazón exiliado de mí. Abro la boca como quien quisiera iniciar la conversación definitiva. Abro la boca y me trago todo el océano Atlántico. Ensayo gestos para atraerte y provoco temporales de susto sobre este mundo nuestro que desaparece.
Camino. Soy el pastor de las olas que borran los besos de los enamorados. Respiro. Soy el vendaval que destroza los hogares de los que nunca supieron alzar su mirada al cielo. El cielo… El cielo ahueca en su corazón un latido irreproducible y acomoda en él mi silueta por si acaso. Hinco mi mirada en sus entrañas; sé caminar, equilibrista, por sus bordes, sin caerme demasiado, apoyándome felino en los flecos marinos que engatusan a mis brazos. Y así, paso tras paso, me pierdo y sumerjo en esta nueva muerte sin cementerio ni tumbas que me acoge en el porvenir, lejos de tu recuerdo, de mis batallas, de la última oportunidad; allí donde mi insospechada sonrisa me espera, solazada e ingenua, tras tanto latido y suspiro. Allí donde ya no es necesario escudarse en un nuevo sueño, donde la esperanza ya no me asfixia cada amanecer orientándome la mirada hacia horizontes inasequibles…
Sí… Renazco, me invierto, sonrío sin la pena de los años precedentes, beso los labios de lo incumplido y me extiendo en esta nueva hierba donde no crece nada. «No fui lo suficientemente hombre para las mujeres…». Respiro, cierro los ojos y aguardo el fin del Universo…